Una de las características de nuestro siglo es que todo está industrializado. Los objetos que usamos se fabrican en serie. La producción artesanal, o «por unidad» cada vez es menor.

Me gusta rescatar esa magia que se produce al tomar una materia prima en nuestras manos y convertirla en un producto único. El saber que no existe otro igual en todo el mundo, el orgullo de haber sido nosotros mismos quienes lo creamos, la carga afectiva que tiene ese objeto, son cosas que de ninguna manera quisiera que mis hijas se perdieran.
Por eso trato de dedicar algún tiempo a este tipo de creación-producción.
Cuando los chicos trabajan con plastilina, presiento que sienten todo esto, por eso es una actividad tan atractiva para ellos.
Y es muy común que luego no quieran deshacer sus creaciones, por más que saben que la plastilina es un material reutilizable. 
El problema es que las veces que sus creaciones quedan sin desarmar, terminan aplastadas, rotas, estropeadas, ya que la plastilina no es el material ideal para conservar una creación.
Ya habíamos trabajado con arcilla, con un éxito total. De hecho, las nenas agregaron sus producciones a su juego de cocina compuesto por pequeñas vasijas de barro que compramos en el mercado.
En estos días probamos con una porcelana fría que mi mamá les trajo de Argentina.

El material es muy manejable, se puede teñir con témpera o cualquier pintura antes de modelarse, y en 48 horas está maciza sin necesidad de horno.

Falta pintarlas (no las teñimos antes, lástima) pero aquí están sus producciones:

salsero para papá =)
bijou para mamá =)